Versos del color de la ceniza, o quizá no
Juan Carlos Rodríguez

I
El apetito (…) parece, en principio, un paisaje apacible, una película tranquila, casi trazada a tiralíneas, hasta que de pronto descubres que es una amenaza latente, que por debajo casi late un crimen y que en realidad se trata de un desafío. Tienes que descubrir de golpe al asesino o al posible cadáver, descifrando los códigos en que las líneas se rompen, el lugar en que se trastruecan. En vez de un discreto o tranquilo lector (que también puede serlo) el libro te convierte en espía o lector furtivo, un detective en el plano del desasosiego. El sosiego es una guerra, se nos insinúa ya en la página 37. En la 35 se nos habla del perro que persigue. En la 34 de las huellas dejadas. En las armas de la noche, en la voz del teléfono, en el nombre de David, todas las imágenes del libro, solo una cosa concreta queda: no hay nada de fiable en este mundo. Empezando por la propia vida o el propio amor propio o compartido. Quizás solo vale el instante y nada nos mueve hacia ese algo sino una especie de difuminación de luces, detrás de los sentidos, como se nos indica en el poema prólogo. Mucho menos fiable el amor global, el que mueve el sol y las estrellas, en torno al cual gira el mundo, aunque se defina bajo la apariencia de los clásicos, la inteligentísima perífrasis del Dante y del ardor heliocéntrico de los renacentistas. Tampoco la niñez, que es más bien una lengüecilla de desdicha cuando uno se recuerda, o la costumbre del pulpo y sus ventosas ocultas en latas oxidadas bajo el agua. Así la gratuidad peligrosa de buscarse costumbres o la moral ordinaria con el reflejo lorquiano de romper el cerco. Así la desgana de la página 30 se desdobla en el insomnio de la 31, o las ausencias: “de la ausencia me he hecho un alma gemela”, se escribe en la 33. Versos, en suma, que parecen del color de la ceniza, porque no hay nada por lo que vivir ni contra lo que vivir. Salvo que de pronto salta el ascua en esa misma ceniza: por ejemplo, la relación entre las distancias de la página 40 y las cercanías de la página 45. Pero las cenizas se empeñan en envolverlo todo. Por ejemplo: “nunca estoy donde estuve”, pág. 47, o en la 49, para cerrar el libro, los dos versos iniciales del poema final: “O no estaban las cosas como están/ o las miraba otro”, que se correlacionan así con el primer poema, tras el prólogo, el titulado “De un cuaderno antiguo”. Da lo mismo: las cosas “lo mismo pueden ser/ alimento de dicha o de tristeza”, pág. 6, o de otro modo: “serán lo que les des, como las leas”.
Ahora bien, en medio de esta celebración de la ceniza, siempre aparece el ascua, como digo, ese quiebro de líneas, la sospecha de un crimen o de un engaño. Te han engañado, lector, busca otras huellas, el auténtico crimen. Pues solo al final parece descubrirse este libro para sus lectores detectives, para sus espías furtivos. Como en las buenas novelas policiacas, el buen lector descubre la verdad que ha ido olfateando a lo largo de las páginas. Esto es, que el verdadero criminal era el propio yo del relato, el otro desdoblado que ha escrito desde o bajo la ceniza, o que en el final la víctima y el asesino son el mismo porque el cadáver no existe, sigue vivo. Así termina el libro: “una doble certeza te acompaña: / cada vez que eres otro eres tú mismo,/ buscarte en tu apetencia es solo el modo”. La apetencia, el apetito, es el verdadero objeto del crimen a dilucidar y para eso ha escrito Luis Muñoz este libro. La apetencia y –mucho ojo– sus modos, los atributos del apetito. Esto es spinozismo puro, aunque el autor quizá no se haya dado cuenta. Pero vamos a tratar de rastrearlo a través de las cenizas. Unas huellas que, curiosamente, comenzaron a hacérseme sospechosas a partir de la servilleta del bar de un aeropuerto.

II
HISTORIA DE UNA SERVILLETA, UN DICCIONARIO Y EL TÍTULO DE UN LIBRO
Quizá todo empezó hace poco tiempo en el peor de los paisajes imaginables: tratar de comer algo en el bar de un aeropuerto. Tarea ardua donde las haya, como se sabe. Bajo el vacío petrificado de lo que se suponía era el contorno de la comida, desde el no menos petrificado vacío de mi hambre –que desapareció de inmediato– solo quedó el destello de las servilletas. En todas ellas, grabada casi a fuego, la misma palabra: apetito. Buen apetito, etc., en español, en alemán, en inglés… Quizás es solo un síntoma: los ingleses, y por supuesto los norteamericanos, hicieron todo lo posible por borrar las raíces latinas que poblaban su lenguaje, acaso porque, como tituló a la inversa Robert Graves, quisieron decir “Good bye to all that”, establecer la amnesia inconsciente de que ellos sí fueron también parte del imperio romano. Esa amnesia inconsciente que quizás se muestre en el chiste más famoso (y recordemos la relación de Freud entre el chiste y el inconsciente) que se haya referido jamás a un parte metereológico: “Brumas en el canal, el continente se ha quedado aislado”. Pero esta amnesia histórica, más o menos inconsciente, repito, fue tremendamente consciente en la unificación alemana de Bismarck, a fines del XIX. Bismarck ordenó a sus filólogos, siempre tan bien educados, que trituraran cualquier raíz latina del idioma germánico, la nueva patria de la sangre pura y la lengua pura (de ahí a Hitler y los nazis no había más que un paso, como es lógico). Pero ni los británicos amnésicos ni los germanos ariamente puros pudieron con la palabra apetito. Me pregunté por qué cuando la vi grabada en la servilleta del aeropuerto. No deja de ser sintomático el hecho de que un signo poético te pueda aparecer en cualquier sitio, se inscriba en algo como la huella de lo que no esperas. El signo refulgía: apetito, apetito, apetito, escrito en cualquier idioma. Y un poco tiempo después me lo encuentro rotulando el título de este libro, es decir, convertido en signo poético. Claro que hablar de signo poético supone preguntarse de inmediato qué supone eso. Podría apresurarme a contestar simplemente con esto: un signo depende siempre de su contexto interno para convertirse en valor poético. Por ejemplo, cuando una palabra normal se transforma en excepcional (es el caso del azul en Mallarmé o en Darío) o se mantiene incólume a fuerza de su normalidad cotidiana: por ejemplo la fuerza del apetecer. El apetito ¿no es la fusión de la palabra con el cuerpo? Así esta historia que comienza en una servilleta manchada se nos traslada a un diccionario. Un diccionario también usado y gastado por los tantos años que me acompañó en mis traducciones de latín. Los términos vuelven a repetirse: apetecer, apetecible, apetencia, apetito, apetitoso. Todo parece normal y la aventura frustrada, en consecuencia. Obviamente todo deriva del verbo apetto. Con lo cual uno se semejaría a un investigador náufrago, a un espía defraudado. Tantas alforjas para este viaje. Pero cuando la aventura merece la pena, merece la pena también continuar entre las líneas de los libros, y en especial en ese enjambre de sorpresas que suele ser un diccionario. Y aquí la sorpresa imaginada, quizá presentida: en realidad apetecer no vienen solo de apetto, sino que se entrevera con otro verbo mucho más sutil y más envenenado en nuestra tradición: concupisco, concupiscencia, deseo. De modo que las cosas quedan así más claras: si en ningún idioma se ha podido borrar la palabra apetito, es porque en ningún inconsciente se ha podido borrar la potencia del deseo, la fuerza del apetecer, la tentación de la concupiscencia. El deseo flota por mucho que se grabe en un papel. Y quizá de ahí la necesidad que Luis Muñoz ha tenido de titular su libro con un signo imposible de fijar. Si unimos el apetito con la concupiscencia el signo ya no es excepcional como el azul de Darío o Mallarmé, ni siquiera un signo agradable como el apetito de las servilletas, es el deseo que flota, el lugar donde la poesía empieza a temblar, empieza a hacerse difícil. Fue lo primero que pensé cuando Luis Muñoz me entregó este libro para que lo leyera. Sin duda el texto parece que continúa un proceso de condensación o de matización poética que, como ha indicado Luis Antonio de Villena, quizá comenzó en Septiembre, 1991, y se prolongó en Manzanas amarillas, 1995. No deja de ser significativa, sin embargo, otra huella apenas perceptible. Mientras estos dos libros están divididos en tres partes (el supuesto valor mágico del tres) El apetito, como su propio nombre indica, metonímicamente, hay que engullirlo de un tirón. Aunque en realidad tampoco ocurre así. Considero a Bertolt Bretcht uno de los mejores poetas del siglo, precisamente porque era implacable respecto al tono, ese aspecto decisivo de cualquier poética. Cada poema exige su voz, apetece o necesita su tono. En este sentido del apetecer de los textos el libro de Luis está perfectamente conseguido. Da a cada poema lo suyo, con lo cual la apariencia de tiralíneas se borra por completo. Solo que hay más. A Brecht se le definió alguna vez como un hombre frío con el corazón cálido. Alguna vez también traté de dibujar así la figura poética y la persona de Luis Muñoz. Y aquí nos encontramos con la importancia del tono. Un corazón cálido está necesariamente obligad a sofrenar la lírica con el distanciamiento. No puede permitir que ningún dique se desborde. Por eso quizás El apetito también está dividido en partes, porque la última parte, de hecho es una metapoética. Curioso: a Luis le gusta lo vulgar y cotidiano, con su grandeza y su miseria, pero eso es algo que también hay que sujetar, que transmutar: por ejemplo en el intercambio de pieles o de jerseys en el poema de las camisetas, o como hay que sujetar el lirismo nostálgico de la infancia, con la belleza negativa del retruécano: “No soy, no me recuerdo cuando me recuerdo”. He aquí la importancia del tono, de la voz que cada poema necesita. ¿Qué otra manera hay de hablar de la soledad sino a través de las cosas o los objetos que supuestamente nos acompañan –o no– cuando estamos solos? Por supuesto que no es extraño comparar el tono de Luis con la poética de Brecht o con el impresionismo del Cézanne de Manzanas amarillas, puesto que ese impresionismo por un lado y la distancia brechtiana por otro, han impregnado nuestro horizonte estético en este siglo. Tanto que inevitablemente nos desborda e incluso el tono comedido o distanciado rompe sus límites. Por ejemplo el poema “Postal desde Hungría” o cuando termina el poema 3 de “Día a día” diciendo: “de aquí me siento lejos”.
Habíamos hablado al principio de la relación entre distancias y cercanías, acabamos de hablar del tono y de la voz del poema, y sintomáticamente se consigue así el efecto buscado, cuando el yo está más lejos el lector parece estar más cerca, más inmerso en la lógica clave de este libro, tal como se nos muestra en el poema 4: “la poesía administra sus carencias. / Y sabe lo que hace / y le apetece”. Fijémonos en esta línea decisiva. Por una parte la poesía no es magia, tiene carencias, pero sobre todo tiene una fuerza interna, una inmanencia material: sabe lo que hace y le apetece. Porque con este le apetece volvemos al principio de nuestra historia. Es decir a la relación entre apetecer y concupiscencia. Apetecer quiere decir aquí, evidentemente, intentar tocar algo, establecer otros límites. O mejor dicho, los no-límites “de la historia y del sueño y del deseo”. Pero esos no-límites inhabituales suponen, también, un no-sentido de lo habitual. O como se nos dice más literalmente: “te preguntas ya arañas un sentido / esa absurda realidad de los hombres”. Mucho cuidado, porque arañar implica precisamente la carencia de cualquier sentido establecido, esas carencias que solo la poesía admite, su contradicción insoportable: no hay historia ni sueño ni deseo, y sin embargo los hay. ¿Cómo se llaman? Darle nombre a esas carencias es la tarea de la poesía. Por eso los escolásticos (y vuelvo al latín, quiero decir a nuestra tradición moral a la que alude Luis en otro texto) odiaban los apetitos del cuerpo: contra la gula templanza, contra lujuria castidad… O sus mejores definiciones: la gula como el apetito desordenado, la lujuria como el apetito de la carne. ¿Es el apetito poético otro desorden, una especie de “hambre del hambre y del deseo” que intenta sujetarse bajo las líneas de las cenizas? Por supuesto que también es sintomático que Luis trate de sofrenar ese apetito lírico. Pero esto quizás se deba al poder de lo negativo, a la fuerza de las carencias: se trata de decir no a un mundo insoportable. Es significativo, asimismo, que el Spinoza expulsado de todas las Iglesias y de todas las costumbres fuera el único filósofo moderno capaz de aceptar las afecciones del cuerpo, sus deseos y sus apetitos. Mejor dicho, fuera el único capaz de concebir que un cuerpo no es más de lo que son sus afectos y sus deseos. Que un cuerpo piensa y ama porque apetece, incluso en el sentido griego de “crisis”, o sea, cuando los límites están ya a punto de romperse, en el momento decisivo.
En el fondo Luis Muñoz lleva razón, la poesía hace siempre lo que le apetece. Por eso he ido desde la servilleta de mi aeropuerto al título de su libro o a cualquier otro sitio donde la poesía se convierta en signo usable para la gente que puede leerla, pasearla y tocarla. A mí, como diría otra vez Brecht, también me gustan los objetos usados. Como la poesía para usar, o como dice Luis Muñoz en el poema 9: “Un poema es un juego / de distancias y llaves”, pág. 48. Llaves, obviamente, para abrir las puertas del poema y poder habitarlo. Lo cual significa, como señalaría ahora Pessoa, que no hay libro que no esté envuelto en el desasosiego o, según mi diccionario, en la niebla de la concupiscencia, en las sombras spinozistas de la apetencia y sus afecciones o sus modos. El apetito sigue vivo. Demos gracias por ello a la poesía.
Demos gracias a Luis Muñoz.

(Juan Carlos Rodríguez. Dichos y escritos. Madrid: Hiperión, 1999, pp. 237-244)